La Biblioteca Nacional fue escenario del cine foro Voces Afro con la proyección del documental “Simplemente Solinka”, acto que abrió con palabras de Mario García Hudson que presentamos. El documental es una producción de Franco Holness, de Sertv Panamá
Por: Mario García Hudson

El autor es investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.
Hay trayectorias que se escriben con notas musicales y memoria colectiva. Solange Arias, conocida en los escenarios de América Latina como Solinka, pertenece a esa estirpe de artistas cuya existencia se convierte en crónica viva de una nación que se resiste a desvanecerse.
Nació en la ciudad de Panamá el 25 de octubre de 1937, cuando el país aún buscaba definirse entre la modernidad incipiente y el arraigo tradicional. Creció en un tiempo en que muchas mujeres soñaban en voz baja y los escenarios no siempre estaban abiertos para ellas. Pero Solange cantó. Lo hizo con la fuerza de quien no teme abrirse camino y con la ternura de quien entiende que el arte también puede sanar.
Se formó académicamente en el Instituto Panamericano, donde obtuvo el título de perito mercantil bilingüe. Sin embargo, el rumbo que marcaría su vida no estaría en oficinas ni entre cifras, sino sobre tarimas y bajo reflectores.
A partir de los años 60, su voz empezó a resonar en los circuitos musicales del continente. Su presencia escénica, natural y carismática, pronto le ganó el cariño de públicos diversos.
En Lima, el periodista Nico Cisneros la bautizó como Solinka, uniendo Sol, en referencia a Panamá, e Inka, evocando el Perú que la aclamaba. Así nació su alter ego artístico, un nombre que comenzó a brillar con luz propia.
No era simplemente una voz que entonaba melodías. Era una artista que convertía cada canción en relato, cada nota en emoción compartida.
En su garganta, los ritmos populares —la guaracha, la cumbia, la tamborera, la balada, los porros, los paseítos, el guaguancó, el son guajiro, entre otros— encontraban nueva vida, transformados por una sensibilidad que sabía tocar las fibras del alma colectiva.
Cantaba con el pulso del pueblo y la cadencia de la memoria. En sus interpretaciones se fundían la alegría efervescente de la fiesta y la melancolía íntima de lo cotidiano. No buscaba el aplauso fácil, sino el eco duradero de una verdad cantada desde el corazón.
Aún conservo intacto aquel recuerdo de infancia, allá por los años 70, cuando vi a Solinka danzar. No había escenario, solo la tierra y el pulso crudo de los tambores, como si los dioses mismos le marcaran el paso. Cantaba con una voz honda que detenía el tiempo. Yo, un niño curioso, quedé inmóvil, viendo cómo la magia se encarnaba en su cuerpo.
Su canto fue un fuego original, una llama propia. Admiraba a La Mendoza cubana, sí, pero jamás la imitó. En ese gesto se esconde una verdad amarga: los panameños, con la prisa de buscar fuera lo que llevamos adentro, olvidamos creer en nuestra voz, en la luz que nos habita.
Santanera de pura cepa. Tierra donde el eco del tamborito y la cumbia no fue solo música, fue historia contada con ritmo. Aquí nacieron figuras que dejaron alma en cada nota: Demetrio Korsi, el poeta que escribía con cadencia de tambor; Tony Moro, cuya voz viajera llevó el nombre del barrio más allá de los mares; y Armando Boza, director de orquesta con batuta firme, que marcó tiempos y corazones en Colombia, Ecuador y el Perú.
A lo largo de su trayectoria artística, recibió múltiples distinciones dentro y fuera del país. En 1972, fue galardonada con el Águila de América por la prensa mexicana. En 1977, alcanzó el tercer lugar en el Festival de Intérpretes de Buga, en Colombia. Participó en diversas Teletones de Chile, Paraguay, Costa Rica, Colombia, Perú y Panamá. En 1980, recibió el Premio OTI Panamá, consolidando su lugar en la historia musical nacional.
Su discografía, grabada en Nicaragua, Ecuador, Perú y Panamá, es un archivo sonoro de su entrega artística. Compartió escenario con agrupaciones como Bush y su Nuevo Sonido, Pipo Navarro, Clarence Martin, Orquesta de Raúl Ortiz y Manito Johnson en Panamá; Orquesta América en Ecuador; y en Perú, con la Sonora de Ñiko Estrada y Papo y su Combo. Cada colaboración enriqueció su estilo, extendiendo su voz a nuevas audiencias.
Hoy, con la serenidad que otorgan los años vividos y la plenitud de una vida consagrada al arte, Solange Arias comparte con nosotros su legado en doble forma: a través del libro Simplemente Solinka, donde su voz se convierte en palabra impresa, y mediante el archivo audiovisual producido por Franco Holness y el Sistema Estatal de Radio y Televisión, que hoy se presenta como testimonio sonoro y visual de su historia. Ambas obras dialogan entre sí para preservar la memoria de una artista que supo transformar su canto en herencia cultural.
Solinka es más que una intérprete. Es una voz que atraviesa generaciones, una estampa sonora de la identidad panameña y latinoamericana. Su arte no se limitó al escenario: fue gesto, raíz y eco. En sus canciones dejó una huella, y en los silencios, una historia. Su legado no es solo musical, es emocional y cultural; un puente entre lo que fuimos y lo que seguimos siendo cuando la memoria se viste de melodía.
Por: Mario García Hudson